martes, 19 de enero de 2010

VOCACIÓN

Las epopeyas legendarias armenias del pasado, si es que realmente existieron, quedaron atrás. Hoy la situación de nuestra armenidad es muy otra. De fracasos en fracasos se llegó hasta el límite de convertirse en sobrevivientes de una de las mayores masacres de etnias del siglo XX.
Me he preguntado más de una vez si es acaso un orgullo autocalificarse de armenio, habiendo adoptado otras nacionalidades, de creerse armenio sin un solo papel que lo identifique a uno. ¿Es acaso una nacionalidad fantasma la mía? Me resulta un rompecabezas que no cierra… Para el país en que nací soy francés. En mi interior también, no obstante, de pronto rebalsa lo armenio en mí reclamando no sé qué cosa. Me embargan sentimientos como que perteneciera a ambos sectores del mundo al mismo tiempo y me confundo. Salgo de mi encierro en busca de respaldos que mantengan mi espalda erguida, que pudiesen otorgarme alguna sensación de seguridad.
Una vez y de eso hace mucho, me ocurrió pensar que uno, siendo dueño absoluto de su propia voluntad, es lo que en realidad desea ser. Y yo en ese momento tan crucial de mis grandes dilemas no sé sostener la cruz que me legaron mis padres y abuelos sobre mis hombros. Desde que tengo memoria trato desesperadamente de explicarme por qué mi padre sermoneándome, me había dicho que Armenia no existía más, que debía desarrollarme como francés, mientras que el pobre hombre mantenía en reserva su armenidad en algún rincón de sus sentimientos más rezagados que si fuera la joya más preciada del mundo. Se sentía fracasado por no haber podido aportar su grano de arena en defensa de sus raíces. Parecía herirle la simple mención de la palabra “armenio”. Yo lo percibía calladamente, pese a mi poca noción de esa vibración tan extraña, de esa efervescencia que todavía no se había revelado en mí. Me limitaba a contemplarlo en silencio. Prefería no indagar cuando se le nublaban los recuerdos cada vez que en familia alguien alzaba la voz refiriéndose a Diarbekir, su ciudad natal. Se le congestionaban los ojos y se le entrecortaba la voz. No obstante su abnegación hacia su armenidad, tenía referencias de que en su familia paterna, su abuelo era de origen caldeo y tal vez su madre llevaría sangre siríaca o quizá mongol. Él mismo llevaba un rasgo tirando a chinoide. En realidad las fisionomías no son primordiales ya que los seres humanos no son caballos de carrera que se les valora por su origen y modo de galopar. Gracias que la sangre humana, se habría entremezclado tanto a través del tiempo que su ADN contenía lo bueno y lo malo de todos los mejunjes de razas del Medio Oriente habidos y por haber, y él lo sabía. En otras palabras, salvo raras excepciones, el hombre de hoy no pertenecería a ninguna etnia particular, procedencia u origen. Los armenios como tú y yo… tampoco. Se me hace que lo único que todavía conservamos de nuestra ascendencia milenaria que aún nos caracteriza, más allá del carácter y por ahí el semblante, es la soberbia, la falta de humildad, el de creerse dueño de la sabiduría, de la razón, amén de la verdad absoluta indiscutible.
Aquella observación que me hiciera mi padre, admito que me contuvo durante varios años hasta que llegué a sentir que algo me faltaba para terminar de encajar en mi propia identidad, que deseaba expresar otras clases de sentimientos que me envolvían el corazón. Era lo inesperado: estaba palpitando mis raíces y sin embargo, durante mucho tiempo temí difundirlo a fin de evitar que se me rieran en la cara.
Un día, una mujer que ocasionalmente se enteraba de mi apellido preguntó si era armenio y si hablaba el “haierén”. Le contesté afirmativamente con la cabeza, luego la sorprendí con un “No” categórico. La mujer me miró fijo reprochándome, con que era una vergüenza de mi parte no saber nuestro idioma madre. A esa mujer no la vi nunca más, pero la herida que me dejó, todavía duele. ¿Por qué debía hablar armenio si podía expresar mi armenio en otros idiomas…? Podía haber ocultado mi apellido, trasformarlo en cualquier mercancía comercial y manejarme bajo un apodo como tantos otros, pero no lo hice. Quise comprobarme que aún desconociendo mi idioma materno no dejaba de manifestar mi condición de armenio bajo una envoltura francesa. Pero allí no culminaba mi recorrido, más bien acababa de comenzar cuando ya, mayor de edad, me enteraba accidentalmente de la existencia de Armenia, Libre e Independiente, Claro; no era la misma de mis padres, pero se llamaba igual. Con el tiempo fui enterándome de que no era tampoco la de mis ancestros y que su habla no se asemejaba al que oí decir a mi madre, que a duras penas recuerdo. ¡Entonces Armenia no ha muerto, se ha trasformado en otra! -mascullé. Pero aquí empezó otro dilema… ¿A cuál de ellas pertenecería – me dije-, a la presente o a la desaparecida? Ahora entiendo por qué mi padre llegó a decirme que yo era francés, que Armenia había dejado de existir. Como que él adivinara que yo no me abrazaría de ningún mástil porque ninguna de las dos Armenias me tendría en cuenta y que esa enfermedad pasional lamentablemente no tendría cura.
Transcurrieron los días, se desprendieron las hojas del almanaque y los años treparon sin piedad dejando huellas en mi esqueleto. Mi padre no pudo aportar su grano de arena para remediar esa supuesta e implícita culpabilidad que sin querer nos tocaba de cerca. Ese es el castigo que estoy padeciendo en mi propia carne. Uno es lo que quiere ser, pero aun así, debería haber para mí un amparo, aunque fuese psicológico en alguna parte de mi universo sin fronteras, tener un objetivo para seguir almacenando estrellas fugaces.


18/Diciembre/2009
Rupén Berberian

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