martes, 19 de enero de 2010

ORGULLO: ESCUDO DE LA IGNORANCIA INNATA

Quizá nuestro mayor defecto original que todavía rige en la actualidad es encerrarnos en nuestro orgullo primitivo y considerar conjurados todos los peligros.
La memoria se agota y el paraíso con el infierno ocupan, que yo sepa, el mismo territorio de la conciencia. No es nada fácil sobrellevar una cruz al hombro, experimentando el extranjerismo que si fuera la propia patria, sin acumular bajo la piel influencias ajenas y no apartarse de la historia que no perdona. Imperios que han rifado sus almas al diablo llevando atrofiada la conciencia en procura del poder, han existido siempre. Todos ellos tuvieron su cuota de despotismo y de criminalidad y en su derrumbe, arrastraron a todos aquellos que confiaron en ellas. Los armenios creyeron que con su buena voluntad y su don de gente serían suficientes ingredientes como para ganarle a la adversidad y desafiar al diablo en su guarida. Claro que nuestros mártires podían haberse relacionado ampliamente con los turcos, tomando en cuenta quienes son y de quienes fueron engendrados, pero se han excedido en su orgullo y ese fue su error. Hoy, los nietos de los sobrevivientes de genocidio, procuramos proteger nuestra trascendencia sin saber hasta cuándo habría de durar ese “Circo de la Gran Paciencia”, esa parodia nuestra de inventar ángeles. ¿Acaso conviene evadir el llamado de la tierra, postergar la memoria sobre nuestras familias, abatidas por la intolerancia racial y religiosa y aguardar pacientemente un milagro que nos cayera del cielo? ¿Ese es el objetivo de nuestra hermandad armenia: conformarnos con estar en casas ajenas que simulan parecernos propias? ¿Acaso se nos acabaron los sueños como para abandonar nuestras raíces milenarias y olvidarnos de Nuestra Tierra, embebida de la sangre de Nuestros Ancestros? A veces me pregunto: ¿en qué clase de individuos nos ha tornado el destino en apenas noventa y cuatro años de exilio? Si la vida implica conformarse y resignarse porque “ATZVATZ MEN-ZE”, entonces la armenidad; nuestra armenidad habrá perdido esa innata efervescencia que durante siglos y más siglos la caracterizó y la mantuvo despierta, pese a todo y contra todo.
Hay odios que han perdurado añares hasta que finalmente se les halló la santa solución. Nosotros ni siquiera hemos movilizado nuestra energía y nuestra inteligencia para resolver ese rompecabezas con Turquía que nos tiene a maltraer. ¡¿Cuándo nos tocará ponernos los pantalones largos para desfilar nuevamente como nación ante la platea del mundo…?! Pienso y no creo equivocarme: los armenios hemos heredado el orgullo de nuestros antepasados; orgullo: que no hace más que confundir los horizontes en espejismos. No sé, pero la actitud de mis hermanos me da a entender que se han dado por vencidos antes de intentar ahuecar las alas y apuntar hacia un destino común.
Mis sospechas caen principalmente sobre aquellos señores que ocultan la cara creyéndose amparados tras las proclamas del pasado entonando a los cuatro vientos vetustos cantos patrióticos. Mi apología está dirigida hacia la sabiduría del pensamiento que no supimos manejar, pues todas la guerras se ganan alcanzando la paz y los odios se curan con olvido.
Remontando la historia de nuestro tradicional orgullo, me viene a la memoria aquella anécdota que le costara la cabeza al Rey de Armenia Artavazd, hijo menor de Dicrán el Grande. Derrotado por los Romanos, encadenado y desfilando como trofeo de guerra con toda su comitiva ante la lujuriosa Cleopatra sentada en su palco de honor junto a su amante Marco Antonio. Por negarse a inclinarse ante ella, el Rey de Armenia fue decapitado a la vista de todos.
Usted, haga su propia conclusión de la moraleja…

10/Agosto/2009
Rupén Berberian

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