miércoles, 18 de marzo de 2009

¿SE REPITE LA HISTORIA?

Las naciones que se respetan y se hacen respetar son aquellas que de una u otra forma hermanan a sus ciudadanos aún a los más rebeldes y a los descarrilados. Son aquellas que respaldan y cubren las necesidades de quienes las integran, amparan bajo su nacionalidad a todos sus miembros, ya que es su deber primordial como nación hacia quienes la han de representar en las buenas y en las malas. Según pasan los años, el manejo de su economía irá modificando su óptica política, su proceder variaría, ora para bien, ora para mal, pero sin que por ello descuide su capital humano. Errando por el mundo, como a muchos nos toca vivir, nosotros, los hijos del exilio, tratando de conservar vigentes ideologías, sea por tradición, herencia o costumbre, paralelamente a la propia nación es, en mi criterio, sabotear y entorpecer el desarrollo de la misma. Si esta se equivoca, serán sus hijos quienes le indicarán el camino a seguir, son los únicos quienes le ofrecerán el bastón del Caminante. Una comunidad como la nuestra que todavía esgrime razones vetustas, ideales caducas que han resultado nada menos que nefastas, sin siquiera pertenecer a la propia nacionalidad, debería quedarse en el molde y orar por un milagro. Quienes nos creemos armenios, no lo somos, ni siquiera lo fuimos o tal vez sí; allá y a lo lejos y eso quedó en el olvido. Nuestra actual armenidad es una enfermedad nostálgica hereditaria que nos fuera legada por nuestros padres y abuelos; son sentimientos ensimismados en crisis que nos siguen torturando, nos siguen exponiendo ante nuestra impotencia, refregando en nuestras narices injusticias imposibles de olvidar ni de archivar. Considerarse armenio de la diáspora es tener que alimentar en forma constante un dolor que no se cura con ningún antídoto, salvo con aquello que la había motivado. Como ciudadanos del exilio, no nos corresponde juzgar, mucho menos críticar el proceder de los hombres de Nuestra Madre Tierra por conductas que no coinciden con nuestra manera de pensar. Equivocados o no, son quienes día tras día registran su propia parodia en la historia de un territorio marcado en el mapa. Nosotros somos hijos de la diáspora que agoniza, por ende, no nos toca aportar a la Nación Armenia más que nuestra indirecta colaboración consagrándonos como dignos representantes de un mundo que quedó a la deriva de un recuerdo. Somos descendientes de una Armenia Milenaria que ya no existe, por más que tratemos de arañar la historia y remover las aguas del pasado. De lo que fue Armenia Histórica queda una parcela; una reliquia de Nuestra Madre Tierra. Allí se encuentra Yerevan, su capital, como que Francia fuese París y París, fuese la Torre Eifel; como que Yerevan fuese Armenia, y el resto del país se esfumara en la intranscendencia. Yerevan es sin duda un diamante de una corona que fue secuestrada por Turquía. Una corona que prevaleció más de cuatro mil años en las laderas del Ararat, la montaña sacra tradicionalmente armenia, cuyos hijos dispersos por los cuatro continentes se han vuelto unicornios universales, sin representabilidad, casi en fantasmas, como cuando carecíamos de alfabeto y nuestros filósofos, profetas, artistas y artesanos desplegaban su talento expresándose en griego, en persa, en árabe y en tantos otros idiomas. Épocas en que controlábamos la flota de los asirios y más tarde, éramos los consejeros de los Sultanes Otomanes, aquellos fueron tiempos en que nos tocó convivir en anonimato. Hoy las hojas del almanaque conspiran en nuestra contra, parecería que se repitiera nuestro destino. A menos que descubramos un antídoto que nos rescate de la desaparición, una formación mental basada en la hermandad, en la solidaridad y en el respeto mutuo, un nexo con nuestras raíces ancestrales, estaremos perdidos para siempre. Tal vez algún día esa Parcela rescatada a la Armenia Milenaria se anime a remover cenizas del pasado, convoque, rescate y reubique de una vez por todas a sus herederos en el exilio en su suelo, entonces, tal vez entonces volveremos a ser armenios en plenitud, no como ahora, haciendo equilibrio al borde de un precipicio, resistiendo a más no poder la perdida de la identidad. ¿Quién recuerda el Reino Armenio Occidental de los Rupenian, cuyo Rey, un feudal francés, enterrado en París, sobre cuyo epitafio se lee: “Aquí yace el último Rey de Armenia”?

24/Febrero/2009

No hay comentarios: