miércoles, 18 de marzo de 2009

“Podemos hacer tanto bien con no dañar a nadie”

Jesús predicó un amor sublime, incluso fue más allá en sus apreciaciones con aquello de ofrecer la otra mejilla. Fueron símbolos y parábolas demasiado nobles para la comprensión de una humanidad corrompida, enferma de doctrinas puramente materialistas. Aún me pregunto qué debería hacer si un invasor irrumpe imprevistamente en mi aldea, asesina a mi familia y se apodera de mis bienes. ¿Debería acaso ofrecerle la otra mejilla? Y si le hiciera frente, ¿no estaría actuando de anticristo? Quedarse a las expectativas sería, si no me equivoco, una locura que bien podría confundirse con cobardía. Las mujeres y los niños que eran arrancados a sus hogares, expulsados, alejados en caravanas de sus terruños ancestrales; humillados y masacrados, ¿cumplían acaso con el mandato de la otra mejilla?
A veces vago de habitación en habitación tratando de comprender más allá de lo acontecido nueve décadas atrás, hurgando en forma imaginaria mentalidades de quienes fueron enemigos hereditarios del odio, quienes al correr del tiempo se encerraron en su orgullo primitivo.
De pronto todo se me aparece como que fuese producto de una mente tenebrosa, de una película de terror y que Jesús no perteneció más que a mi libro de catecismo; que tanta crueldad y tanto ensañamiento procedan de seres reconocidos por humanos.
Con el tiempo fui desenterrándome de la historia de mis viejos… Conseguí hacerme a la idea que nuestra dolorosa tragedia o cómo suele llamarse, no existió más que en los cuentos de la abuela y que no es verídica la versión de que miles de niños fueron embarcados y arrojados al mar, otros enterrados vivos por sus padres o ahogados en los lagos, con que las aguas se llevó sus cuerpos, que corrieron ríos de sangre, que los pozos de lluvia fueron abarrotados ex profeso de cadáveres, que las niñas fueron violadas por la soldadesca antes de ser asesinadas, que muchas de ellas fueron a parar a los harenes esclavizadas y que el resto de las caravanas murió de sed, mientras la arena del desierto los iba devorando de a miles y muchas incontables atrocidades más...
Se me hace que mientras mis hermanos erigían sus castillos en el aire, los criminales turcos salían de sus guaridas y en sus rostros corría una risa salvaje…
Sólo metiendo las narices en mis papeles me fue posible recrear la barbarie cometida. Veía los rostros de mis hermanos pintados de asombro, rindiéndose ante quienes pugnaban por conquistar el cielo y la gloria eterna convertidos en una suerte de humanidad inhumana. Todo aquello y mucho más, combatió durante años en mi corazón e infestó mis pesadillas.
Cuando era niño soñaba en matar a los que asesinaron a mis abuelos tan pronto yo creciera, como para que estén vengados y sus almas descansasen en paz. Pero fui creciendo y pude ver y percibir con el corazón lo que me impedían las pasiones juveniles; que el turco era más digno de lástima que de reproche: porque recordaba aquello de “Quien haya conquistado el poder, no podría evitar corromperse por el poder y que el ejército más grande es siempre quien practica la mayor crueldad”.

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