miércoles, 5 de marzo de 2008

EL HOMBRE NUNCA ESTA SOLO

Cuando era joven me encantaba ir de cacería, una noche antes de la partida preparaba mi escopeta, armaba las cartucheras y me acostaba con la ropa puesta. Ahora que han pasado los años, trato de entender qué era aquello que tanto me fascinaba hasta quitarme el sueño. Por supuesto no necesitaba de la caza para alimentarme como en los tiempos de las cavernas, que yo sepa, en nuestra casa siempre hubo qué comer, salvo cuando tuvimos que emigrar de Yafa, Palestina, hacia el paraíso terrenal llamado Líbano, esperando a que las Naciones Unidas o que los países poderosos tomaran cartas en el asunto y nos permitieran regresar a casa, pero esa orden no llegaba nunca: Por lo visto Los países Poderosos habían tomado carta en el asunto… Tenían otros planes. Pero el tema que nos ocupa es otro. Hoy en Internet se puede cazar y hasta asesinar a tiro y bombardear civiles de determinadas nacionalidades. Si esta cosa estuviese en mis tiempos, me pregunto, ¿habría salido igualmente de cacería? La verdad no lo sé; más bien creo que no, porque cuando apuntaba con mi escopeta a una perdiz en vuelo o a una liebre corriendo y las acertaba, mi corazón saltaba de alegría dando tumbos en el pecho. La emoción era el premio a mi destreza. El hecho de recoger las presas producía en mi ánimo una revolución poco agradable. Ya no me gustaba tanto, no obstante me resistía a reconocer lo que acontecía en mi interior. Debía poner una barrera a mis sentimientos, porque sabía que si me dejaba llevar, abandonaría el campo, escopeta incluida. Tenía que ponerme duro, inflexible, apartar mi emoción de mi sensibilidad a fin de evitar sufrir en carne propia el colapso de esos animalitos. Era algo así como probar mi autoestima y mi resistencia en admitir la muerte como algo real, con que era capaz de realizar mis deseos, poner en práctica mi voluntad aunque fuera matando animalitos que no habría de causar ningún problema. Cada disparo de escopeta hacía repercutir en mi interior unas palabras reiterativas cuya misión era sostener firme mi ánimo. Las mismas decían: ¡Yo puedo! ¡Yo puedo! ¡Yo puedo…!Y cuando erraba el tiro, tenía que consolarme con que fue un descuido o tuve que apresurarme por culpa de los nervios, no por falta de mi comprobada habilidad y buena puntería. Tenía que estar seguro de mí. Llegó el día que cacé más de tres liebres y unas cuantas perdices y con ello rebalsó la copa. Colgué la escopeta en la pared de mi habitación y nunca más la usé. Me sentía un canalla. Fue una culpa que guardé en secreto hasta que logré el olvido. Mataba por matar, por el simple hecho de encontrarme en un campo repleto de indefensos animalitos. Lo mismo que ocurre en las guerras sobre terrenos ajenos; uno mata por el hecho de matar, para colmo cree que lo hace honrando la Patria o, por el sueldo que la Patria le retribuye. De allí me di cuenta que la conciencia y la sensibilidad son manejables a gusto y placer. Que tener piedad o actuar con crueldad dependen de un hilo. Que el ser humano es tan criminal como santo y su reacción depende de las circunstancias. Como que el hombre estuviese, lo dije en otros escritos, guiado tanto por un ángel como por un demonio y es él quien decide a cual de ellos darle cabida. El es quien permite su intervención en sus propias decisiones y es él por medio de su conciencia y sensibilidad el administrador de sus limitaciones. Oí decir que el hombre nunca está solo; lleva como compañía su soledad. Es sin duda una frase simpática y llamativa, pero que a esa soledad a la que se apunta, esta compuesta precisamente de esos dos ángeles que acabo de señalar, el del bien y el del mal. Y el hombre, es quien junto a ellos es quien lleva el timón de su destino.

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